12 febrero 2021

FANTASMA

- Señor..., le llevaré a mi cuarto a cambio de un pedazo de pan.

El hombre se detuvo y habló con
ella, pero no pude oír su respuesta; al poco echaron a andar juntos camino de la Rue de Grenelle.

Mientras contemplaba el río helado, me pregunté brevemente cuánta hambre tendría que tener una mujer para aceptar pan de mi mano a cambio de sus servicios. No me había atrevido nunca a acercarme a una prostituta; nunca había podido enfrentarme a la humillación de que me rechazasen el dinero. El recuerdo de aquella esclava jovencita de Persia todavía me quemaba en la mente...

Algo me tiró del dobladillo de la capa y, al volverme, pensando que me iba a encontrar la elegante tela de cachemira enganchada en los restos de una valla, descubrí que yo también había sido abordado por una dama desesperada por encontrar algo que comer.
Una dama muy pequeñita...

Allí, en la calzada, casi imperceptible contra la nieve sucia,estaba sentada una gatita de color crema con las uñas de las garras de color chocolate enganchadas en la tela de mi capa. Con un grito de incredulidad y entusiasmo la levanté de la nieve y la examiné bajo la luz amarillenta de un farol de gas. Estaba endurecida de porquería, pero su raza era tan inconfundible como increíble. No había gatos siameses en Europa y, sin embargo, yo tenía uno en las mano, una joya rara y valiosa caída del cielo en aquel paisaje infernal.

Por supuesto que sabía que no podía haber caído del cielo. Algún osado viajero francés habría evidentemente conseguido escamotear una hembra del palacio de Bangkok, sabiendo que la emperatriz Eugenia estaría dispuesta a pagar con generosidad a cambio de un animal tan único.

Entonces, todas las señoras ricas habrían empezado a desvivirse por tener semejante novedad; sin duda el hombre habría esperado hacer una fortuna...

Pero la emperatriz había huido y los ricos se estaban comiendo ahora sus caballos de pura sangre de carreras. A nadie le interesaba hacerse cargo de una boca más,  tener que echar ese poco más en el puchero. Los gatos muertos se habían convertido en un elegante sucedáneo de las flores y de los dulces como regalo para un amigo enfermo; el gato hervido, servido con pistachos y aceitunas, se había transformado en un manjar para los conocedores. Yo podía imaginarme el horrible final que habría sorprendido a la madre y al resto de la camada.
Pero este animalillo había nacido para sobrevivir. Lo veía en la irreprimible travesura de sus estrábicos ojos azules. El destino, que beneficia a algunos en las circunstancias más desfavorables, la había hecho abordar a un hombre que se habría muerto de hambre antes que desollarla.

Ocultándola a buen resguardo bajo la capa, me precipité por las calles con un nuevo propósito en mis andares...

Ayesha me cambió la vida. Se habían almacenado en la Ópera más de quince mil kilos de carne de caballo en salazón, y las provisiones no se habían agotado aún del todo. Yo no podía decidirme a consumir carne de caballo, pero robaba para Ayesha y permanecía fuera de la habitación mientras ella comía, para dominar mi repugnancia.

Había muchas ratas en los sótanos y, al cabo de unas semanas, había perdido la escualidez del hambre, se había puesto lustrosa y estaba contenta. Me seguía por la casa secreta como un perrito y se sentaba a mi lado mientras trabajaba, y yo estaba impaciente porque llegase el día en que fuese lo bastante grande para llevar aquel famoso collar persa. El verla pavonearse con aquella suntuosidad robada sería un placer inimaginable. Ella era mi diversión, mi alegría, la compañera de mi soledad. Si no hubiese habido carne de caballo y ratas, habría comido carne humana: yo habría matado, si hubiese sido
necesario, para alimentar a mi querida, querida damita...

Fantasma, Susan Kay.

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